
Le gustaba recortar frases o buscarlas en Internet. Pero se preguntaba, más allá del placer instantáneo que estas le generaban y de la breve luz que arrojaban sobre alguna cuestión en particular, si en verdad eran capaces de transmitir lecciones duraderas, o si por el contrario, estaba perdiendo completamente el tiempo con ellas. Esto mismo le pasaba con Netflix.
Una de las condenas máximas sentenciadas sobre nuestra especie, y que tan pocas consciencias han podido trascender, es la continua necesidad que tenemos de juzgar las cosas por su utilidad. Qué sirve y qué no. Qué nos conviene y qué conviene dejar atrás. Esta desgastante actividad, cuando crece imparable y sin resolución, puede traer consecuencias trágicas. Nada nuevo: La famosa batalla entre el bien y el mal.
Volviendo a poner los pies sobre la tierra: algo que le gustaba de su archivo de frases era la inverosímil convivencia de artistas muertos con políticos circunstanciales, frases de Einstein (uno de sus favoritos) junto a citas de poetas místicos como Rumi. Inescrupulosos hombres de negocios convivían en paz con monjes benedictinos célibes; una verdadera hazaña. Siempre jugaba a hacer un ranking. Si llegaba el día en el que tuviese que elegir llevarse una sola frase al más allá, que lo motivara incansablemente ante lo más difícil, ¿cuál sería?
Una sola. ¿Cuál?
Otra vez, decidirse. La vida sería muchísimo más simple sin esa maldita responsabilidad.
Con la laptop abierta y el café ya frío a un costado de la mesa, intentaba teclear sin hacer el más mínimo ruido, para no despertarla. El departamento era una bonita jaula de dos ambientes ínfimos y lo que más lejos estaba de la habitación era la cocina, literalmente un pequeño pasillo de un metro y medio con cosas apiladas, que ni siquiera contaba como ambiente. Él ahora estaba en el espacio del medio, un cuadrado de tres por tres metros donde solía dar clases y sentarse a pensar. Buscó tres frases en uno de los sitios que solía visitar, dio un sorbo del café que inmediatamente volvió a escupir dentro de la taza y se acercó a la ventana sucia, donde solía contorsionarse. Miró hacia arriba, había luna. Unas nubes finas pasaban por delante sin tapar su brillo. Le pareció ver algo más, y se quedó un rato mirando. Pero no vio nada y entendió que estaba perdiendo el tiempo. De todas formas ya le habían dado ganas de dormir.
Se acercó en puntas de pie a la cama, “su chica” tenía enrollada casi toda la sábana entre sus piernas, semi-desnuda y soñando. Trató de robarle algo de la sábana, pero fracasó.
Cerró los ojos y se durmió.